Teníamos frío y se nos habían terminado
los cigarrillos. Me froté las manos y las soplé para entrar en calor. Las ratas
iban y venían a su antojo. Eran las dueñas del lugar, y nosotros, intrusos
ocasionales. La noche era una mierda y no teníamos ánimos ni para hablar, tan
solo esperábamos.
A lo lejos escuchamos un portazo, luego silencio. Las ratas siguieron con su ritual nocturno e indescifrable a nuestro alrededor.
